domingo, 22 de marzo de 2015


Yo quería decirle que lo amaba, que había sido una tonta, una inmadura, que ahora sí me improtaba. Pero hubiese sido inútil y humillante. Puedo sacarme la ropa en frente de cualqueira, pero nunca desnudarme con palabras. Además, ¡lloraría tanto! Podía imaginarlo todo:

Llego a tu casa como siempre, perfumada y con una sonrisa. Vos te asomarías a abrir, poniendo (como es costumbre) la mejilla para saludar. No sorprenderías con nada. Creo que varias veces te he dicho que los ritos son necesarios, pero vos con tu practicidad no comprendés mis preocupaciones metafísicas. Pasaríamos después al living, tan tuyo, con los muebles limpios, sin usar, con los discos apilados perfectamente en un rincón. Yo me sacaré el calzado e iré al baño, mientras vos servís una morocha o una rubia e intercambiamos las últimas noticias de nuestras vidas.

Yo fumo un cigarrillo y vos me esperás, paciente, poniendo música. Ésa es tu única libertad, tu única variante. Es siempre algo nuevo que transforma mis sentidos y hace que todo sea distinto a pesar de la rutina. Estará sonando algún bajo profundo, y cuando quieras besarme te diré que te amo. ¿Te das cuenta ahora de por qué son necesarios los ritos?

No sé qué me dirías, en realidad no importa. Sé que es algo que no quiero escuchar. Por eso el llanto. Puedo imagianr tu mirada inquisitiva, como no entendiendo, esperando un chiste que no llega. Quizá un abrazo como consuelo.

Todo esto lo pienso en un segundo. Pero parpadeo y es otra vez la danza coreografiada. No podría nunca hacernos eso. ¿Cómo explicarte que en esas dos terribles palabras no hay ninguna exigencia? ¿Cómo explicarte que nada tenía que cambiar? De nuevo en la realidad, terminás de poner algún disco, te miro y pido más cerveza.

El lúpulo dorado llena mi vaso y hablamos de nada. Del partido del domingo, de mi bebé, de los amigos, de tus vacaciones. Últimamente me contás alguno de tus problemas. Yo te escucho con muchísima atención, esperando qeue algún rayo o algo así me salga de los ojos y proyecte soluciones, o al menos comprensión. Me gusta verte indefenso y sonrío. Trato de estar muy callada hasta que entramos en mi tierra firme. Solamente tu voz y la música, hasta que empezás a buscarme el cuello, hasta que tus manos me hacen consciente de mi cintura. Y ahí me adueño de todo lo que me rodea.

¿Qué sentido tiene hablar? Lo que yo quiero es que reacciones, traerte de este lado, donde no hay esquemas, arrastrarte hacia el caos. Te ofrezco libertad, incluso desde antes de quererte, pero hay un hilo invisible que te ata y que yo busco romper concienzudamente.

Te dejo hacer todo lo que querés, me abandono a tu contemplación olvidando cualquier vergüenza; te entrego placeres que no encontrarías ni en la más cara de las putas. Tomo todo lo que das, todas tus libaciones a mis piés de mujer transformada en figura mítica sobre el pedestal de tu cama.

Y es ahí, en ése momento y no antes, sólo cuando me cedés el poder, que empiezo a exigirte. Te apremio con todo lo que tengo, te muerdo el cuello y las orejas, te apreto las manos, te invito a romperme, a robarte mi piel con las uñas. Te agoto todos los recursos, te convierto en inventor. Y tu orden se cae de a poco, se pierde y va a parar enredado con las sábanas en el piso.

Te voy ganando, y vos seguís ofreciendo, como si esto fuera una liturgia, todas las palabras que quisiera escuchar. Pero ya es tarde, yo las quería antes, cuando estábamos en el sofá. Ahora son simplemente producto de esta libertad prestada que se va a terminar de un momento a otro.

Busco prolongar el momento, sabiendo que después todo volverá a ser como antes. Y así es. Te volcás de lado, todavía suspirando. Es como que no ponés distancia, pero la distancia está ahí. Está ahí por más que me abraces y me beses en la frente o en la nariz. Me dejo un poco y después me acurruco de espaldas para prender otro pucho y fumarlo con bocanadas grandes, que sofoquen todo lo que tengo vivo. Como si el humo espantara la felicidad como a las abejas.

Vos, que sos otra vez la estructura, volvés al rito. Vas al baño o a la cocina, traés más cerveza, quizás a medio vestir. Yo me vuelvo a hundir en el silencio y el rato pasa hasta que me visto para irme. Me despedís siempre en la puerta con un beso en la mejilla. Es como si ordenaras tu cuarto después de jugar. Todo vuelve a estar en su lugar.

O, al menos, yo vuelvo a estar en el mío.