jueves, 9 de agosto de 2012


Te mido, te juro que te mido.
Las palabras, los movimientos,
los pasos, las caricias.
Porque, ¿sabés qué?
Yo siempre dije
que los besos se dan sin permiso.
Y el primer principio
es el de la autoconsecuencia.
Me toca bajar un rato a tierra
para poderte ver,
para saber de qué color
son las cosas para vos.
Tanto quejarme,
y al fin estoy del otro lado del espejo,
jugando a las adivinanzas
con cada uno de tus gestos.
Ya no puedo nadar
en el trino de los pájaros,
ni entregarme a mi risa
de agua turbia pero lisa.
Tengo sólo una alerta permanente,
un vaso de vino,
una puerta que se abre
y el eco de una canción
para pelear contra una pared
que sé que es ventana
(por lo menos)
pero que no se deja ver.
Yo sé bien que
en una esquina de tus acordes
yace desnuda la solución,
una verdad cifrada en rimas,
el detallado dibujo
de una primavera de corcheas,
de un verano con mares de melodías.
Pero antes,
debe haber certezas.
Entonces, sí, el diálogo
entre el cine y la travesura;
ceder al cambio, a lo sutil, a la alegría.
Serás el suspiro de un minuto, al revés del tiempo.
Y poder regalarte todas las mañanas
más de tres sonrisas,
no dejar que las muertes sean breves, porque también son parte de mí.
Y, pro favor, no hablemos de amor,
que a este poema le queda grande
ésa palabra, igual que a vos.

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