jueves, 9 de agosto de 2012


Venías a tocarme el timbre con timidez, con ansiedad, con miedo (casi) de que alguien te viera ahí parado. Venías a la tardecita, cuando el sol empezaba a caer pero el calor no quería irse, y el cielo se ponía un poco violeta, mientras asomaba alguna que otra estrella.

Yo me asomaba al pasillo y te hacía señas, porque nunca encontraba las llaves, o no había terminado de vestirme; y vos, pobre, que no veías un carajo, le dabas al timbre una y otra vez, hasta que salía yo, corriendo por el pasillo, improvisando algún paso tonto y riéndome a carcajadas que provocaban los nervios de la vieja del depto de al lado.

Me soltabas un hola nena, con su correspondiente beso en la mejilla, y mientras entrábamos me contabas cómo para vos seguía todo siempre igual, y yo te ponía al día con mis cada vez más enmarañados problemas. Siempre fuiste muy torpe para consolarme, pero creo que a fuerza de reirme de tus soluciones casi ridículas, me olvidaba un rato del mundo.

Entonces, sí, me saludabas como corresponde. A veces gruñías un poco. Y, aunque no fue hace mucho tiempo, esa especie de ritual de tus visitas (que incluían mucha comida y películas que nunca terminamos de mirar), esas ganas de cuidarme que tenías (aunque sabías que no podías), ése despertarte a la mañana, todo eso parece formar parte de otra vida... Una que no era mía, una en donde vos no importabas, y me deja ahora preguntándome qué hago yo acá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario